7 feb 2021

Translating myself vol.2


Habrá sido hace un año cuando vi la imagen en Instagram por primera vez. Me desconcertó. Yo comenzaba mis andares profesionales por la traducción, por fin podía responder a la pregunta "¿a qué te dedicas?;"soy traductora", contestaba. Había pasado por dudas, cavilaciones, había trazado metas, me había enfrentado al miedo, a la crítica, a las entregas y a la decepción: si bien  me había preparado en Traducción literaria, lo cierto es que el campo de trabajo no era para nada fácil y terminé traduciendo artículos para una agencia de viaje, uno que otro documento como boletas de escuela, estados bancarios y cartas de gobierno que no necesitaban sellos de traducción oficial.

Para bien o para mal estaba desempeñándome en lo que quería: en los idiomas y en escribir. Poco a poco la paciencia dio frutos y pude traducir algunos textos académicos de arte y unos poemas. Aquello me llenaba el alma, pero, una vez que concluyó esa etapa me pregunté porque traducía en realidad. Claramente, no por fama ni por fortuna. Desde mi punto de vista, los traductores hacemos un trabajo silencioso, si bien de vital importancia, siempre desprovisto de un interés personal: queremos que se entienda al otro, nosotros somos sólo el medio. Nos sentimos honrados de que alguien nos confíe sus palabras, su mensaje, eso suele ser más que suficientes: ni gracias, ni alabanzas esperamos. Es tanto así, que hasta hace poco los traductores han comenzado una especie de campaña para que legalmente, nuestro trabajo se reconozca y que, obligatoriamente, se escriba el nombre del traductor en las portadas de los libros.

Es probable que al leer un libro, muchos sabrán quién es el autor, pero pocos hojearan la contraportada, las letras pequeñas, y descubrirán a una Aurora Bernández –quien nos permitió entender a Gustave Flaubert, Jean Paul Sartre, William Sartre, Albert Camus, entre otros (y sí, todos hombres, a Aurora le tocaron otros tiempos–– o a una Gemma Rovira Ortega –sí, gracias a ella el fenómeno "Harry Potter" cruzó la barrera cultural y llegó al habla hispana––; e incluso si lo hacen, las probabilidades que sus nombres queden grabados en el imaginario colectivo son mucho menores que las de que se recuerde a les autores.

Establecido que el traductor no busca ni reconocimiento ni fama, sí puedo decir lo que, al menos yo como traductora, busco: ayudar. Ya fuese a una autora, a que su historia y su voz llegue a otras latitudes, a estudiantes que necesiten una traducción actualizada de algún académico consagrado para cursar sus materias –y de paso, tengan otra perspectiva, puesto que sí, traducir de nuevo es permitir una mirada nueva–– o, en mi humilde labor de traducir boletas de calificaciones y estados bancarios, por ejemplo, ser la diferencia entre que alguien consiga una beca, un puesto de trabajo o un préstamo qué, de una forma u otra, mejore su vida –mejora que, sin la labor de la traducción, se queda estancada por la barrera lingüística–.

Aquello sin duda me dio ánimos y paz para seguir traduciendo, sin importar el tamaño del proyecto, no obstante resonaba esa frase en mi cabeza de vez en cuando. Me parecía un reclamo, un especie de connotación negativa sobre la traducción, que, desde mi ideal, era tan noble y buena, algo que permitía la comunicación y ampliar horizontes. 

"Ojalá no tengas que pasar la vida traduciendo tu alma". Como siempre, lo tomé con humor –red flag: reírme de mi para que no lo hagan los otros– y publique algo así como: "ayyy no, no le digan eso a un traductor" o "ayy, y yo que soy traductora". Flashforward a un año después: estoy en terapia.

Entre las muchas cosas que he tratado en terapia, las relaciones abuela-madre-hija han sido un tema central. No haciendo muy larga la escena, en una de las sesiones –obvio por zoom, pues #2020– mi psicóloga me dijo: "Eloisa, tienes todo el derecho a sentirte sola, repasando lo que me haz contado, tienes una gran razón para hacerlo". Me eché a llorar, incluso ahora siento como mis ojos se humedecen: en 25 años de mi vida, sentí que por primera vez alguien validaba mis sentimientos. Yo siempre había sido la niña que lloraba mucho, la niña que nunca estaba contenta, la niña a la que le iban a dar "verdaderas razones para llorar". Si bien muchas veces, como en todas las infancias, esas eran maneras de lidiar con rabietas y/o berrinches, la niña que creció (como sus problemas) siguió escuchando esas frases innumerables veces. No solo eso: enojos, reclamos, llantos. En mi casa toda emoción que no fuera un "te quiero mucho", "estoy feliz" se significó como algo "malo" o "tabú". Me volví una persona que entonces dejó de expresar sus malestares y descontentos. Preferí callarme, jamás lloraba (para mi llorar frente a alguien, o admitir que lo hago, todavía me cuesta), jamás alzaba la voz, era esa chica a la que decían "¿Pues qué pasó para que te hicieran enojar?" o "Órale, pues ella es super tranquila, para que se enoje tiene debe estar cañón", o "Baby, yo sé que odias la confrontación pero a veces solo así se arreglan las cosas" y no, yo lo odiaba, prefería callarme aguantar, todo para no llegar a los reclamos, las peleas, lo que fuera, en mi mente era: "No, las niña malas se enojan; no, solo los tontos se enojan", etc.

–¿Es que por qué me hicieron llegar a ese límite?– le contaba a la psicóloga, recordando una de las pocas veces me atreví a alzar la voz en casa, a lo que le siguió llorar, peleas, en fin, lo peor del mundo para  mí –Yo sí expresaba que quería un cambio y no lo veía, y lo volvía a expresar, y seguían sin hacerme caso, sin "oírme", pro eso ese día me puse a gritar; pero sí me preguntas, lo que me dolió más fue me hicieran llegar a eso, más que lo que me molestaba.

–Bueno, a veces expresando nuestro enojo es la única forma de que nos escuchen, no es un sentimiento que debería hacerte sentir mal ni culpable.

Yo tomaba un respiro y me cuestionaba: ¿enojarme no es malo?

– Tampoco es malo que estés enojada por todo lo que te ha pasado, y más porque parece que nunca ha habido nadie que te entienda como tú necesitas ser entendida.

–No, pero ya sabes qué dicen, "cada cabeza es un mundo", si yo quisiera que todos me entendieran nunca lo lograría, no creo que sea su culpa no entenderme.

–Mira, Elo, tal vez sea cierto, ¿pero te das cuenta qué presente lo tienes ? Tú, por lo que me has contado, eres una persona que siempre busca entender al otro, que tras ese entendimiento quiere justificar las acciones de los demás, incluso si esas acciones te han hecho daño ¿Y sabes qué? Cuéntame,  ¿quién te ha querido entender a ti?, ¿cuándo, al contar algo personal, no te haz sentido regañada, reprochada, corregida?, ¿cuándo alguien te ha aceptado así sin más? Por lo que me dices, no parece que alguien se empeñe tanto en entenderte tanto como tú entenderlos. Es como si tú hubieses aprendido a hablar su idioma, a entenderlos, pero ellos no se interesaran por aprender el tuyo.

– Que chistoso lo que dices, yo soy traductora...

En ese momento no pude terminar la frase y me solté a llorar.

Aquella sesión no solo me confirmo que, si soy una persona reservada con mis emociones y muestras de afecto no es porque sea Capricornio, sino por toda esta rara dinámica familiar donde "es mejor no decir nada y así nadie se molesta", o "yo me aguanto mis malestar para no incomodar a otros"; sino también que la mente (el alma, el inconsciente, whatever), encuentra maneras de curarse a sí misma.

Las pláticas con mi terapeuta han sido muy largas, he podido hablar de temas que nunca he hablado con nadie más y he aprendido (estoy aprendiendo) a perdonarme, a no sentirme culpable por sentir, a dejar de poner a los demás antes que a mi, que, de hecho, no es malo ponerme a mi primero antes que a los demás porque solo así puedo dar lo mejor de mi, y sobre todo, me voy conociendo más a mi misma.

Honestamente, no sé si los caminos que elegimos en la vida son maneras en las que curamos heridas. Una profesora me lo dijo un día, ella tenía 70 años. No sé si eso cuenta de algo. No sé si decir "soy traductora", si empeñarme en recalcar qué importante es la labor del traductor, de cómo las traducciones son esenciales para entender que hay algo más allá de nuestros puntos de vista eran maneras de decir "alguien por favor interésese en comprenderme a mí, alguien por favor aprenda a hablar mi idioma".

No se si todos los traductores (y tal vez los estudiantes de otros idiomas) somos unos incomprendidos, o gente que de niñes tuvimos extraños ejemplos de comunicación interpersonal. Como sea, creo que ahora sé porque esa frase provocaba algo en mí. Creo que también voy comprendiendo que, simplemente, hay personas a las que no les interesa hablar nuestro idioma y que, en ese caso, seria mejor desistir pues llega a ser desgastante traducir el alma. También estoy volviendo a hablar mi idioma, pues pasé mucho tiempo invertida en aprender el de otros que, siento que algunas cosas he olvidado: estoy llorando lo que no he llorado en años, también estoy aprendiendo a amar sin miedo, como no lo he hecho en tanto tiempo.


P.d. actualmente estoy aprendiendo Macedonio, por cuestiones personales; y claro: hablo español, inglés y japonés. Estoy pensando en fundar una casa editorial para publicar de textos de mujeres inglesas que no han sido traducidas, just a thought.